Se supone que no hay que dejarse llevar por las primeras impresiones. Al menos, no únicamente. Siempre tiene que haber espacio para segundas oportunidades, siempre hay que buscar más allá. No todo se puede transmitir en los tres segundos que dura un vistazo rápido. Todos los sabemos. Pero, dicho esto -y coincidiendo totalmente con la idea de que hay que dar cabida a segundos intentos, y parcialmente con la de que las primeras impresiones no cuentan– ¡no nos engañemos! La esencia que alguien o algo desprende así, sin más, espontáneamente, sin preparación que valga… ¡cuenta!. Y mucho.
El ritual de entrar –en una casa, en una vida, en otro mundo- es sin duda un momento perfecto para primeras impresiones… ¡Hay tanto que se puede transmitir al abrir una puerta!. Incluso sin el añadido de la novedad, el mundo de sensaciones que se desencadena al cruzar el umbral, no tiene precio. Eso concluí el viernes, cuando entré en casa, después de un día largo. Fue girar la llave, y… torrente de información. El aroma a lavanda que me indica que he llegado, los últimos rayos de luz colándose entre las cortinas. Una brisa ya demasiado fresca, claro me olvidé la ventana abierta. ¡Y la luz del baño encendida!, qué desastre. La orquídea empezando a mirar hacía abajo, ha hecho calor hoy, necesita más agua. Un segundo, y ya estoy dentro de mi vida. Es así, uno abre la puerta y lo que ocurre después ya no se puede controlar.